Traducido con
Amor desde… https://espanol.buddhistdoor.net
La existencia humana tiene tres características principales
que están en el sustrato básico de la vida misma: la impermanencia, el
sufrimiento y la ausencia de identidad en sí misma, del yo. De estas tres
marcas, las dos primeras son situaciones vitales que evidencian lo que tenemos
en común los seres humanos, el cambio constante en todos los ámbitos de la vida
y el sufrimiento que esto acarrea. En cambio, la ausencia de identidad en sí
misma, del yo, no es tan fácilmente comprendida, pero no por esto es una marca
menos compartida.
El Buda no se sentó bajo un árbol para acabar sonriendo, siendo
vegetariano y respirando atentamente; se sentó para estar con su confusión y su
dolor hasta encontrar el origen de todo ello, a sabiendas de que su dolor era
el dolor del mundo. Su legado nos anima a salir al encuentro de lo que
nos incomoda, inquieta y tememos, y esto implica cierto esfuerzo.
Los principios de un
trabajo interior implican el compromiso de despojarnos de las corazas
defensivas y recibir a la realidad en sus propios términos. La vida, al
expresarse en sus propios términos, comunica que es impermanente,
insatisfactoria y que el yo es insustancial, es decir ausente de identidad
propia.
El malestar básico
Hay un modelo básico de relacionarnos con todo lo que nos
pasa, sea lo que sea, y ese modelo tiende a retener lo que creemos que nos da
seguridad o a rechazar o desconocer lo que nos cuestiona y disgusta.
Aunque materialmente no podemos retener nada, lo
hacemos emocionalmente. Nuestra capacidad de imaginar un futuro a nuestra
conveniencia alimenta fantasiosamente ese anhelo de felicidad continuada en las
relaciones personales, sociales, laborales, etc. Pero lo único que obtenemos al
retenerlas es fosilizar esa felicidad quitándole el brillo de su llegada y
haciendo más dolorosa su partida.
Ese mismo malestar básico nos lleva a cerrarnos,
empujar o rechazar lo que nos disgusta o incomoda, eludiendo todo aquello que
nos cuestiona, nos interpela y defrauda, porque no siempre nos sentimos lo
suficientemente capaces de entablar una relación directa con las dificultades.
Solemos inclinarnos más hacia la desconfianza en nosotros mismos que hacia una
confianza en las cualidades y capacidades propias. Una mentalidad de pobreza
que se expresa cuando el lenguaje y la memoria traen al presente lo no resuelto
y el temor se apodera del futuro.
Ponemos en marcha estrategias defensivas de apego y evasión
para protegernos porque hemos adoptado la idea de que ser testigos de
nuestro propio dolor nos debilita, en vez de usar esa permeable presencia como
punto de apoyo para nuestra fortaleza.
Las tres marcas de la existencia
Presentados estos dos movimientos habituales, apego y
rechazo, entro de lleno Enel tema. Las tres marcas de la existencia:
- Impermanencia
- Sufrimiento
- Ausencia
de identidad en sí misma, del yo
La primera de las marcas de la existencia: la impermanencia
Definir la impermanencia no es otra cosa que citar el modo
cambiante del suceder natural de las cosas. En muchos casos es
evidente, en otros, menos, pero sucede en todos, los materiales y los
inmateriales, como pensamientos y emociones. Los percibamos o no es lo que
sucede constantemente, la vida se expresa a través de la impermanencia.
Consideramos la impermanencia una aliada cuando nos trae
bienestar, de enfermo a sano, de solo a enamorado, del trabajo a las
vacaciones, pero cuando la impermanencia lleva el recorrido contrario, ya no la
consideramos como una amable expresión de la vida sino como un enorme problema.
Pero, en realidad, la impermanencia no es un problema, es más, a ella le
resultamos indiferentes, es el malestar básico, mencionado más arriba, lo que
la convierte en un problema.
¿Cómo gestionar y qué aprender de ese malestar básico y de
la impermanencia? Charlotte Joko Beck, en su inspirador libro Zen día a día,
* me regala varios puntos de apoyo para abordar el bello mensaje de la
impermanencia. Cita un pasaje de la literatura zen: «El cielo y la tierra
se encuentran separados por una minúscula distancia», una poética
alusión a la verdad absoluta y a la verdad relativa.
Cuando meditamos y reposamos en la claridad y la no
distracción del aspecto lúcido de la mente no dualista, comprobamos la
impermanencia y el condicionamiento de todo eso que llamamos problemas y,
luego, en el día a día, ese conocimiento puede llevarnos más allá del
estremecimiento del malestar básico que solo contempla un escenario de
problemas y amenazas a nuestro bienestar.
La segunda de las marcas de la existencia: el sufrimiento
Cuando decimos «pueda verme libre del sufrimiento y de las
causas del sufrimiento» relacionamos dos conceptos: libertad y sufrimiento. En
este anhelo, tan noble, por cierto, si no lo comprendemos en su intención más
profunda y total, pasa desapercibido que afirmamos que algo del exterior
nos trae el sufrimiento y abrigamos la esperanza de que algo exterior nos
libere de él.
La auténtica libertad es ser libres de los
condicionamientos surgidos del malestar básico, apego-rechazo, y entablar una
relación abierta y cuidadosa con el dolor y el sufrimiento. Un
compromiso muy serio con uno mismo para mirar con honestidad el proceso
constante de evasión.
No tiene mucho sentido, ni final, tratar un sufrimiento por
vez, como no tiene sentido cambiar de calzado cada vez que cambia el suelo. Es
más efectivo un entrenamiento profundo de la mente porque permite abordar el
sufrimiento en su totalidad, en lugar de en sus parcialidades.
«Cuanto más claramente veamos que no hay nada que
hacer, con mayor nitidez sabremos qué es necesario hacer.» Lo esencial es discernir entre libertad y
sufrimiento para que al levantarnos del cojín nos acompañe la disposición a no
echar a correr ante nuestros sufrimientos sino de atravesarlos.
La tercera marca de la existencia: insustancialidad del yo
La evolución nos ha legado la extraordinaria capacidad de
ser autoconscientes y, por eso mismo, somos capaces de desarrollar un sentido
de identidad propia, con sentimientos nosotros mismos y sobre los demás.
El yo cumple, generalmente de forma eficiente, una
tarea organizativa integrando sistemas y capacidades muy complejos, prioriza de
alguna forma nuestras distintas potenciales y nos ayuda a conocernos. Sin dejar
de señalar la expresión de salud mental y emocional que constituye un yo
sano.
Estas son las razones principales por las que siempre rompo
una lanza en favor del yo como preliminar a las enseñanzas sobre el no yo. Pero
esto no es desconocer que el sentido del yo también trae problemas.
Aunque la autoconciencia es un rasgo evolutivo fantástico, este mismo sentido
del yo es la matriz del malestar básico.
El yo egoico tanto se defiende, protege o complace como se
juzga, critica y ataca, hace que nos pensemos, casi obsesivamente, en relación
con los demás haciéndonos sentir inferiores y fracasados por no gustar, parecer
débiles por no estar a la altura de lo que hoy se entiende por éxito. O, por el
contrario, orgullosos, vanidosos y competitivos.
Siempre estamos intentando huir del malestar básico,
sin darnos cuenta de que el combustible que alimenta esa huida es el mismo que
la crea, el yo. En una mirada inclusiva y amable hacia nosotros mismos,
podemos considerarlo como una pulsión que tiene como meta llevarnos de la
infelicidad a la felicidad. Es necesario reconocerla y obtener algo de
felicidad para adentrarnos con ánimo en la causa primera del malestar básico:
el desconocimiento de la ausencia de identidad en sí misma del yo.
Comprenderla es atravesar una suerte de portal sin
puertas para habitar en un espacio mayor que todo lo
nombrable, mensurable y definible; que es mayor que cualquier conflicto y
dolor, y por esto mismo es capaz de cobijar, comprender y gestionar.
Estabilizar la capacidad para observar y residir en la experiencia de
que el yo, siendo operativo y funcional, no es más que un ilusorio dueño de un
arcoíris, incrementa las dos cualidades propias de ese espacio mayor, la
sabiduría, que nos muestra la vida tal y como es, no como nos gustaría que
fuese. Y la compasión, esa bondad esencial que revela el sufrimiento propio y
el de los demás, que se completa con el deseo e intento de aliviarlo.
Tal como dice Matthieu Ricard «La cuestión principal
aquí es establecer una distinción clara entre un yo fuerte y una mente fuerte.
Un yo fuerte va acompañado de un egocentrismo desmesurado y de la percepción
cosificada de una entidad que sería el yo. Una mente fuerte es una mente
resiliente, libre y sagaz, que sabe gestionar de manera adecuada los sucesos de
la vida, sean los que sean; una mente que no se siente insegura, sino abierta a
los otros; una mente que no está zarandeada por la cólera, la codicia, la
envidia u otros factores mentales perturbadores. Todas esas cualidades llegan
cuando hemos logrado reducir la sensación de un yo como identidad. Así pues, podríamos
decir, aunque parezca paradójico, que la mente no puede ser fuerte más que a
condición de no caer bajo el dominio del apego al ego. En una palabra, una
situación óptima sería tener un yo débil y una mente fuerte».
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GRACIASSS infinitas Amada Tahita...sigamos Creciendo...
ResponderBorrarAbrazos infinitos!!!!!
Gracias Tahita, trabajo constante, controlar la mente para que el ego no nos domine, bendiciones y abrazos por regalarnos tanta sabiduría.
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