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jueves, 30 de septiembre de 2021

Descubriendo el manantial - Pema Chödrön

 

Un ser humano forma parte de la totalidad que llamamos «el universo», es una parte  limitada  en  el  tiempo  y  el  espacio.  Se  experimenta a  sí  mismo, a  sus pensamientos y sentimientos, como algo separado del resto, lo cual constituye una especie  de  ilusión  óptica  de  la  mente.  Esta  ilusión  supone  una  prisión para nosotros y nos limita a nuestros deseos personales y al afecto que sentimos por unas pocas personas cercanas a nosotros. Nuestra tarea debe ser liberarnos de esta prisión ampliando el círculo de comprensión y compasión para contener a todos los seres vivos y a toda la naturaleza en su belleza.

ALBERT EINSTEIN

 

Mientras excavábamos la tierra para construir los cimientos de nuestro centro de retiro  en Gampo Abbey,  topamos  con un lecho  de  roca  y se  abrió  en él  una grietecilla, por la que un minuto después goteaba agua. Y al cabo de una hora el agua fluía a borbotones y la grieta se había ensanchado.

Encontrar la bondad básica de la bodichita (corazón compasivo) es lo mismo, es como descubrir un manantial de agua viva que había estado cubierto temporalmente por una sólida roca. Cuando sentimos el  centro del  dolor, cuando nos sentamos con el  malestar  sin intentar eliminarlo, cuando somos conscientes del dolor que nos causa la desaprobación o la traición y dejamos que éste nos suavice, son los momentos en que conectamos con la bodichita.

Conectar  con ese  tembloroso y tierno  lugar  tiene  un efecto  transformador. Permanecer en él puede producirnos una sensación de incertidumbre o ponernos los nervios de punta, pero también nos hace sentir mucho mejor. Estar ahí sin más, aunque sólo sea por un momento, supone un genuino acto de bondad hacia nosotros mismos. Ser lo bastante compasivos para contemplar nuestros propios miedos exige, por supuesto, tener valor, y sin duda parece ir en contra de nuestro instinto, pero es lo que necesitamos hacer.

Es difícil saber si reír o llorar ante la difícil situación de los seres humanos. Henos aquí llenos de sabiduría y sensibilidad y —sin saberlo siquiera— las cubrimos para protegernos de la inseguridad que sentimos. Aunque tengamos el potencial para ser tan libres como una mariposa, preferimos misteriosamente el pequeño y horrible capullo del ego.

Una amiga mía me contó la situación de sus ancianos padres en Florida: «Viven en una zona sumida en la pobreza y la penuria; la amenaza de violencia parece ser muy real.  La  forma  en que  se  relacionan con ella  es  vivir  en una  comunidad protegida por un muro y vigilada por perros y puertas eléctricas, con la esperanza de que no pueda entrar nada malo. Por desgracia, a los amigos de mis padres cada vez les da más miedo salir de esos muros. Desean ir a la playa o al campo de golf, pero están demasiado asustados como para moverse. Aunque ahora paguen a alguien para que les haga las compras, cada vez se sienten más inseguros. Últimamente incluso tienen miedo del personal autorizado a entrar: de los que arreglan los electrodomésticos, los jardineros, los fontaneros y los electricistas. Su aislamiento está haciendo que sean incapaces de afrontar un mundo imprevisible». Esta situación es muy similar a los mecanismos del ego.

Como Albert Einstein señaló, la tragedia de sentirnos separados de los demás reside en que esta ilusión acaba convirtiéndose en una prisión. Pero lo que es más triste aún es que la posibilidad de ser libres nos turba cada vez más. Cuando se abren las barreras, no sabemos qué hacer. Necesitamos que nos prevengan un poco más sobre lo que se siente cuando los muros empiezan a derrumbarse. Necesitamos que nos digan que tener miedo y temblar forma parte del crecimiento personal y que el desapego requiere valor. No reuniremos el valor para a ir a los lugares que nos dan miedo a no ser que investiguemos de una forma compasiva los mecanismos del ego. Así  que  hemos  de  preguntarnos: «¿Qué  hago  cuando siento  que  no  puedo afrontar lo que me está ocurriendo? ¿Qué es lo que me da fuerza y en qué confío?».

El Buda enseñó que la flexibilidad y la apertura nos dan fuerza interior, y que huir de la vacuidad nos debilita y hace sufrir. Pero ¿hemos comprendido que la clave reside en familiarizarnos con nuestras huidas? Una actitud abierta no surge de luchar contra nuestros miedos, sino de conocerlos a fondo.

En vez de  atacar  esos muros y barreras con un mazo, lo que hacemos es prestarles atención. Con suavidad y sinceridad, nos acercamos a ellos. Los tocamos, los olemos y llegamos a conocerlos bien. Empezamos un proceso de aceptación de nuestras aversiones y deseos. Nos familiarizamos con las estrategias e ideas que usamos para levantar esos muros: ¿Cuáles son las historias que me cuento? ¿Qué es lo que me repugna y me atrae? Empezamos a sentir curiosidad por lo que ocurre en nuestro interior. Sin juzgar lo que vemos como bueno ni malo, nos limitamos a contemplarlo con la mayor objetividad. Somos capaces de observarnos con sentido del humor, sin que esta investigación nos ponga demasiado serios, moralizadores o tensos. Año tras año, aprendemos a mantenernos abiertos y receptivos a cualquier cosa  que  surja. Y lentamente,  muy poco a  poco, las  grietas  de  los  muros  van ensanchándose y, como por arte de magia, la bodichita acaba fluyendo libremente.

Una  enseñanza  que  nos  ayuda  a  realizar  este  proceso  de  desbloquear  la bodichita es la de los tres señores del materialismo. Se trata de las tres formas en que intentamos protegernos de este mundo fluido e indefinible, de las tres estrategias que usamos para obtener una ilusión de seguridad. Esta enseñanza nos anima a familiarizarnos con las estrategias del  ego, para ver claramente cómo seguimos persiguiendo la comodidad y la tranquilidad de un modo que tan sólo fortalece más aún nuestros miedos.

El primero de los tres señores del materialismo se denomina el señor de la forma. Representa la manera en que nos refugiamos en los objetos externos para obtener  una  sensación  de  seguridad.  Empezamos  observando  los  métodos  que usamos para huir: ¿Qué hago cuando me siento ansioso, deprimido, aburrido o solo?

¿Intento sentirme mejor con la «terapia de ir de compras»? ¿O me refugio en el alcohol y la comida? ¿Intento animarme tomando drogas, practicando el  sexo o buscando aventuras? ¿Prefiero retirarme  en la  belleza  de  la  naturaleza  o  en el delicioso mundo que me proporciona una buena novela? ¿Lleno el espacio llamando por teléfono, navegando por Internet o mirando la televisión durante horas? Algunos de estos métodos son peligrosos, en cambio otros son divertidos o incluso bastante benignos. Lo importante es que podemos abusar de cualquier sustancia o actividad para huir de la sensación de inseguridad. Cuando nos volvemos adictos al señor de la forma, estamos creando las causas y las condiciones para que el sufrimiento aumente. No podremos obtener una satisfacción duradera por mucho que lo intentemos. En lugar de ello, los sentimientos de los que intentamos huir se volverán más fuertes.

Una analogía tradicional para el dolor que causa el señor de la forma es un ratón atrapado en una ratonera porque no ha podido resistirse al queso. El Dalai Lama ha dado la vuelta a esta analogía de un modo muy interesante. Cuenta que cuando era niño y vivía en el Tíbet, solía intentar atrapar ratones no porque deseara eliminarlos, sino porque quería ser más listo que ellos. Dice que los ratones del Tíbet deben de ser más inteligentes que los ratones corrientes, porque nunca logró atrapar  ninguno.  En lugar  de  ello  se  convirtieron en sus  modelos  de  conducta iluminada. Le dio la impresión de que, a diferencia de la mayoría de nosotros, aquellos ratones habían llegado a la conclusión de que lo mejor para ellos era renunciar al efímero placer que les producía un pedacito de queso a cambio del duradero placer de vivir. Él nos animó a seguir su ejemplo.

Al margen de cómo nos dejemos atrapar, nuestra reacción habitual no es la de sentir curiosidad por lo que nos está ocurriendo. No nos dedicamos a investigar de manera natural las estrategias del ego, sino que la mayoría nos limitamos a buscar ciegamente algo familiar que asociamos con que nos hará sentir mejor y después nos preguntamos por qué no estamos satisfechos. La aproximación radical a la práctica de la bodichita es prestar atención a lo que hacemos. Sin juzgarlo, aprendemos a aceptar  con  suavidad  cualquier  cosa  que  nos  ocurra.  Y,  al  final,  puede  que decidamos dejar de lastimarnos como solemos hacerlo.

El segundo de los tres señores del materialismo es el señor de las palabras. Representa la forma en que usamos cualquier tipo de ideas para que nos den una ilusión de seguridad sobre la naturaleza de la realidad. Cualquier «ismo» —político, ecológico, filosófico o espiritual— puede usarse incorrectamente de este modo. El término de «políticamente correcto» es un buen ejemplo de cómo funciona este señor. Cuando creemos que nuestra opinión es la correcta, podemos volvernos muy intolerantes y estar predispuestos en contra de los errores de los demás.

Por ejemplo, ¿cómo reacciono cuando mis opiniones sobre el Gobierno son cuestionadas? ¿Cómo reacciono cuando los demás no están de acuerdo con mis ideas sobre la homosexualidad, los derechos de la mujer o el medio ambiente? ¿Qué ocurre cuando la opinión que tengo sobre fumar o beber es puesta en tela de juicio?

¿Qué es lo que hago cuando alguien no comparte mis convicciones religiosas?

Los nuevos practicantes suelen adoptar la meditación o las enseñanzas budistas con gran entusiasmo. Sentimos que formamos parte de un grupo nuevo, estamos contentos de tener una nueva perspectiva. Pero ¿juzgamos entonces a la gente que ve el mundo de distinta manera? ¿Nos cerramos a los demás porque no creen en el karma?

El problema no yace en las propias creencias, sino en cómo las usamos para experimentar la  sensación de tener  un suelo bajo nuestros pies, para creer  que tenemos razón y que el otro está equivocado, para evitar sentir la inquietud de no saber lo que nos está ocurriendo. Esto me recuerda a un individuo que conocí en los años sesenta cuya pasión era protestar contra las injusticias. Cuando parecía que un conflicto iba a resolverse, se sumía en una especie de pesimismo. Pero cuando surgía una nueva injusticia que defender, volvía a estar eufórico.

Jarvis Jay Masters es un amigo mío budista que ahora está en el pabellón de los condenados a muerte. En su libro Finding Freedom, explica qué sucede cuando nos dejamos seducir por el señor de las palabras.

Una noche mientras estaba sentado en la cama leyendo, su vecino Omar le gritó:

«Eh, Jarvis, pon el canal siete». Jarvis lo puso quitando el sonido. Al mirar las imágenes que aparecían en la pantalla vio una muchedumbre enfurecida agitando los brazos. Preguntó a su vecino: « ¿Eh, Omar, qué ocurre?». Y éste le contestó: «Es el Ku Klux Klan, Jarvis, están chillando y gritando que los negros y los judíos tienen la culpa de todo».

Unos minutos después Omar gritó: «Eh, mira lo que sale ahora por la tele». Jarvis miró la pantalla y vio a una multitud manifestándose que agitaba pancartas, mientras algunas personas eran detenidas por la policía. Dijo: «Sólo con verlos adivino que están enojados por algo. ¿Pero por qué gritan?». Omar le contestó:

«Jarvis, es una manifestación de ecologistas. Están pidiendo que cesen la tala de los bosques, las matanzas de las focas y todo lo demás. ¡Fíjate en esa mujer que protesta furiosamente con el micrófono y toda esa gente gritando!».

Al cabo de diez minutos Omar volvió a llamarle: « ¡Eh, Jarvis! ¿Aún estás mirando la tele? ¿Ves lo que sale ahora?». Jarvis levantó los ojos y esta vez vio a mucha gente trajeada con una expresión de estar furiosa por algo. Preguntó: « ¿Qué les ocurre a esos tipos?». Y Omar le respondió: «Jarvis, son el presidente y los senadores de Estados Unidos que se están peleando y discutiendo delante de las cámaras de la televisión nacional, cada uno intenta convencer al público de que el otro tiene la culpa de la terrible situación económica existente».

Jarvis respondió: «Bueno, Omar, de lo que sí estoy seguro es de que esta noche he aprendido algo interesante. Aunque vistan como el  Ku Klux Klan, como los ecologistas o con caros trajes, todas esas personas tienen la misma expresión furiosa en sus rostros».

Tener una convicción razonable sobre algo que creemos que es correcto, puede llevarnos a dejarnos atrapar por el señor de las palabras. Sin embargo, descubrir que nos indignamos al defender nuestra convicción es un signo de que sin duda hemos ido demasiado lejos y de que nuestra capacidad para cambiar está bloqueada. Las creencias y los ideales se han convertido en otra forma de levantar muros.

El tercer señor, el señor de la mente, es el que usa las estrategias más sutiles y seductoras. Entra en acción cuando intentamos evitar el desasosiego persiguiendo estados  mentales  especiales.  Con  este  objetivo  podemos  tomar  drogas,  hacer deporte,  enamorarnos  o  realizar  prácticas  espirituales.  Hay  muchas  formas  de obtener estados alterados de conciencia. Estos estados especiales son adictivos. Romper  con la  experiencia  mundana  nos  hace  sentir  de  maravilla,  y  entonces deseamos volver a hacerlo. Por ejemplo, los meditadores noveles suelen esperar que con la práctica puedan trascender el dolor de la vida ordinaria. A ellos les resulta decepcionante, como mínimo, que les digan que mantengan los pies en el suelo y permanezcan abiertos y receptivos tanto al aburrimiento como al gozo.

A veces la gente tiene experiencias asombrosas cuando menos se lo espera. Hace poco una abogada me contó que mientras esperaba en la esquina de una calle a que el semáforo se pusiera en verde, le ocurrió algo extraordinario. De pronto, su cuerpo se expandió volviéndose tan inmenso como el universo. Instintivamente sintió que ella y el universo eran una sola cosa. No dudó en absoluto de que aquello fuera cierto. Descubrió que había estado en un error al creerse separada de todo lo demás.

Huelga decir que la experiencia afectó a sus creencias e hizo que se planteara qué es lo que hacemos con nuestra vida, al dedicar tanto tiempo a intentar proteger la ilusión de nuestro territorio personal. Comprendió cómo esta situación conduce a las guerras y a la violencia que están aumentando por todo el planeta. El problema surgió cuando empezó a  apegarse a  su experiencia, a  desear  experimentarla de nuevo.  La  percepción  ordinaria  ya  no  la  satisfacía:  la  hacía  sentirse  mal  y desconectada. Creyó que si no podía mantener aquel estado alterado, moriría al cabo de poco tiempo.

En los años sesenta conocí a gente que tomaba LSD cada día creyendo que podrían estar colocados constantemente. En lugar de ello, acabaron con los sesos fritos. Conozco a hombres y mujeres que son adictos a enamorarse. Como Don Juan, no  pueden soportar  que  el  fuego  inicial  empiece  a  apagarse  y siempre  buscan establecer una nueva relación.

Aunque las experiencias más supremas nos muestren la verdad y nos enseñen lo que estamos intentando aprender, en esencia no son importantes si no podemos integrarlas en los altibajos de nuestra vida, si nos apegamos a ellas, se convertirán en un obstáculo. Confiamos en que nuestras experiencias son válidas, pero después hemos de seguir progresando y aprender a congeniar con nuestros vecinos. En tal caso, incluso la percepción interior más asombrosa empezará a impregnar nuestra vida.  Como  dijo  Milarepa, el  yogui  tibetano del  siglo XII, al  oír las supremas experiencias  que  tuvo  su discípulo Gampopa:  «No son buenas  ni  malas.  Sigue meditando». El problema no yace en los estados especiales en sí mismos, sino en su cualidad adictiva. Ya que es inevitable que aquello que sube ha de volver a bajar, cuando tomamos refugio en el señor de la mente estamos destinados a sufrir una decepción.

Cada uno de nosotros usa una variedad de tácticas habituales para evitar sentir la vida tal como es. Éste es, en pocas palabras, el mensaje de los tres señores del materialismo. Esta sencilla enseñanza constituye, por lo visto, la autobiografía de cualquiera. Cuando usamos estas estrategias, gozamos menos de la ternura y las maravillas que nos ofrecen los momentos más anodinos. Conectar con la bodichita es de lo más cotidiano.

Cuando  no  huimos  de  la  incertidumbre  de  la  vida  cotidiana,  entramos  en contacto con la bodichita. Es una fuerza natural que desea aflorar. En realidad, es incontenible. Una vez dejamos de bloquearla con las estrategias de nuestro ego, la refrescante agua de la bodichita empieza sin duda a fluir. Podemos hacer que mane más despacio o podemos contenerla; sin embargo, a la menor fisura, la bodichita acabará siempre apareciendo, como esas hierbas y flores que brotan en la acera en cuanto hay una grieta.

 

Del Libro Los Lugares que te Asustan-

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