La ira es una de las emociones más difíciles que experimentamos los seres humanos, tanto a nivel personal como relacional. Precisamente porque es difícil lidiar con ella, la ira suele tener mala fama y tendemos a relacionamos con ella a partir de una dicotomía: para algunos (entre ellos muchas personas interesadas en la meditación) la estrategia a menudo consiste en reprimirla por miedo a las consecuencias de expresarla o para sostener una identidad pacífica, espiritual o «mindful»; para otros (por ejemplo, quienes creen que siempre y a toda costa hay que ser «auténtico y espontáneo») la estrategia es ventilarla, sin importar las consecuencias.
En este post comparto un breve fragmento del libro Mindfulness y Equilibrio Emocional (capítulo 8, (Trabajar con la Ira). En este texto exploramos la ira como una emoción que tiene pleno sentido desde una perspectiva evolutiva y con la cual podemos relacionarnos de manera más constructiva que desde la represión o la ciega expresión.
¿Qué es la ira?
La ira es una emoción universal cuya principal función adaptativa consiste en remover obstáculos que nos impiden conseguir objetivos que nos son relevantes. Cuando sentimos ira es porque nuestro cerebro primitivo intenta decirnos que hay que cambiar algo (por ejemplo, que debemos eliminar algo que nos está bloqueando). Compartimos esta emoción con otros mamíferos, incluso con los reptiles.
Un bebé humano ya viene perfectamente equipado para enfadarse. Puedes comprobarlo si sujetas a un niño por los brazos detrás de su espalda, impidiéndole que agarre algún juguete que tenga delante y le haya llamado la atención: se enfadará bastante, fruncirá el ceño, tensará los músculos, intentará avanzar hacia el juguete y quizás hasta se pondrá a gritar. Cuando el bebé sea mayor, puede tener una reacción bastante parecida si alguien le cierra el paso en la autovía, sobre todo si va tarde a una reunión importante. La ira también aparece cuando te tratan injustamente a ti o a personas con quienes te sientes conectado, o cuando algo o alguien te impide conseguir lo que te propones o satisfacer tus necesidades.
Aunque es perfectamente posible enojarse con uno mismo la energía de la ira por lo general va dirigida hacia fuera y suele ir acompañada de una acusación. Esta tendencia a acusar, criticar, castigar y tomar represalias hace que la ira sea una emoción especialmente difícil de manejar y una gran fuente de sufrimiento interpersonal. Cuando nos sentimos enojados con alguien, nuestro sentido del «yo» y el «otro» tiende a solidificarse en la mente. En este estado, solemos exagerar todo lo negativo de la otra persona y nos volvemos ciegos a sus cualidades positivas, lo cual, a su vez, alimenta la aversión. En nuestra mente enojada, la complejidad y la sutileza del otro se reducen a una caricatura monolítica llamada «el enemigo».
Muchas veces nos preguntamos por qué las personas más cercanas son con las que más nos enfadamos. En primer lugar, quienes mejor nos conocen también saben qué es lo que más nos puede doler. Alguien dijo: «Tu familia sabe cómo apretar tus botones; ellos los instalaron». Pero una razón más profunda es que normalmente es más seguro mostrarse enfadado con alguien cercano que con un extraño. La agresividad que te despierta tu jefe a veces la diriges a tu pareja… porque es menos probable (aunque no imposible) que tu pareja te despida. De hecho, podemos estar frustrados con nosotros mismos y dirigir esa rabia hacia fuera, y es bastante increíble que nos podamos enfadar incluso con objetos inanimados: el ordenador, la puerta, la pared, el zapato… Esto revela algo interesante: aunque sintamos que la fuente está fuera, en realidad la ira viene desde dentro. Los otros simplemente hacen como si fueran el verdadero enemigo, cuando en realidad son nuestros «entrenadores de paciencia», ofreciéndonos oportunidades para explorar y domesticar el hábito de la ira. Si todo el mundo fuera amable y considerado, ¿cómo podríamos entrenar la paciencia?
Más allá de la represión y de la ciega expresión
La ira es complicada porque supone un coste tanto a la hora de expresarla como de reprimirla. Reprimirla en realidad no soluciona nada. Solo pospone la necesidad de ocuparse de ella, mientras se va cociendo a fuego lento y en silencio debajo de la superficie, causando estragos en el cuerpo. Pero si la manifestamos, casi invariablemente hiere a otros o provoca represalias. Otra costumbre habitual es «alimentar» inconscientemente estados mentales de enojo a través de nuestras historias de culpabilización y victimización, con lo cual el hábito del enojo cobra aún mayor fuerza. En la actualidad pocos son los terapeutas que aconsejan a sus pacientes que expresen libremente su enfado con otros reales o simbólicos (dar puñetazos a una almohada, gritar en una habitación vacía, etc.) en parte porque la neurociencia ha demostrado que, cada vez que expresamos la ira, la entrenamos y reforzamos en nuestro cerebro. La idea de que si sueltas la cólera te quedarás bien y tranquilo es simplemente falsa: la satisfacción que esa descarga pueda producir no será más que un alivio pasajero, y la ira aparecerá de nuevo. Chögyam Trungpa, un maestro tibetano de meditación, decía sobre este ciclo: «No puedes eliminar de verdad el dolor mediante la agresión. Cuanto más asesines, más fortaleces al asesino, que creará nuevas razones para asesinar. La agresión crece hasta que ya no queda espacio; todo el espacio se ha solidificado» (Trungpa, 1999, pág. 73).
La mayoría de las personas saben que cuando expresamos la agresión obtenemos una cierta satisfacción o alivio. La expresión de la ira puede tener una cualidad seductora y provocar un subidón de adrenalina; por esto se puede convertir en un hábito, incluso en una adicción. La ira es como un combustible. Cuando nos enfadamos, nos sentimos más fuertes y más grandes –piensa en el gato furioso, con la columna arqueada y el pelo erizado, simulando así que es más grande de lo que realmente es para asustar a quien de verdad le asusta–. Sin embargo, la ira no es un combustible muy eficiente: se quema a altas temperaturas, es caro (nos puede costar la salud y nuestras relaciones) y acaba por corroer el sistema. Además, el primero en recibir la ira es la persona enojada: tú eres el principal destinatario de tu ira. Hay un proverbio chino que lo resume así: «Cuando emprendas un viaje de venganza, cava dos tumbas».
Afortunadamente, existen otras opciones además de las «tres puertas» de la represión, la expresión y la alimentación inconsciente. Cuando se perciben ofensas u obstáculos, es normal que surja la reacción de la ira. Simplemente es la expresión de nuestra naturaleza y nuestra evolución como especie. Aunque podamos conseguir enfadarnos con menor frecuencia, la ira siempre formará parte de nuestra vida emocional; por lo tanto, es fundamental aprender a establecer una relación sabia con esta energía. Cuando recuerdes que no eres solo una víctima de tu ira, y que puedes utilizarla como un camino de autodescubrimiento para cultivar la conciencia plena, serás capaz de comenzar a practicar estar presente con la ira, conectar con ella y dejar que su energía surja y se desvanezca sin actuar sobre ella ni reprimirla.
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