Esta última reflexión, nos remite al yo superficial. Este, es la autoimagen y el conjunto de ideas y creencias en los que asentamos erróneamente el sentido básico de nuestra identidad.
Pensemos en cómo, cuando éramos aún muy pequeños, empezamos a asumir del exterior, a modo de creencias incuestionables, ciertas consignas que definían cómo debían ser las cosas y, muy en particular, cómo teníamos que ser, sentir y pensar (lo decisivo no parecía ser «quiénes éramos,» sino el que fuéramos «de una determinada manera» y no de otra).
Los mayores nos juzgaban en función de estos «modelos,» y nosotros también comenzamos a medirnos con ellos y a concluir que éramos buenos o malos, torpes o inteligentes, adecuados o inadecuados, especiales o mediocres…
De este modo fuimos elaborando nuestra particular autoimagen. La identificación con esos modelos de comportamiento, con la visión del mundo que implican, y con los juicios sobre nosotros mismos que resultaron al compararnos con ellos, dio origen a nuestro yo superficial y a su particular sistema de creencias.
Algunas de estas creencias se han mantenido a lo largo de nuestra existencia, y otras han cambiado. Pero lo decisivo no es cuál sea su naturaleza, sino que, desde el momento en que nos identificamos con ciertas ideas, nos desconectamos de nuestro Fondo real y nos encerramos en nuestra mente; nos confundimos con lo que «creemos ser» y perdemos el contacto directo con lo que realmente somos. Esas ideas toman posesión de nosotros y se convierten en el sustituto vicario de nuestra verdadera identidad.
El yo superficial implica la identificación con todo un sistema de creencias: lo que cree sobre sí mismo e, indirectamente, sobre el mundo, los demás, sus relaciones mutuas… Este sistema lo ha ido forjando a lo largo de su existencia, es decir, se nutre siempre de su experiencia pasada.
El ego cae, de este modo, en una ilusión: cree ver «la realidad,» pero lo que «ve,» fundamentalmente, es el reflejo de sus propias creencias. Comienza a soñar. Queda encerrado en un círculo vicioso de ficciones, en un presente tergiversado, oculto por la sombra del pasado y abocado a un futuro que no es más que la prolongación de ese pasado, su reiteración tediosa y mecánica. Siempre esclavo de sí mismo, de su percepción limitada y parcial, se incapacita para experimentar nuevas formas de ser y estar en el mundo. En esta situación, todo deseo de cambio del yo superficial está frustrado de antemano o, como mucho, dará lugar a cambios superficiales, epidérmicos, pero siempre dentro de sus rígidas estructuras y estrechas fronteras. La Realidad, en toda su amplitud, riqueza y constante novedad, le es desconocida.
El ego sueña porque se mueve en el círculo cerrado de sus propias creaciones mentales. Una autoimagen mental define al yo, y, a su vez, estas ideas que tiene sobre sí condicionan su percepción del mundo, sus ideas sobre la realidad —pues las nociones acerca de lo que es «yo» y de lo que es «no yo» siempre son correlativas—.
«Cada uno ve el mundo según la idea que tiene de sí mismo. Según lo que crees ser, así crees que es el mundo».
Nisargadatta
Pocas figuras en la historia de la humanidad, por no decir ninguna, se asemejan a la identidad única del sabio hindú Sri Nisargadatta Maharaj que hasta 1981, fecha de su muerte, fue visitado en su humilde casa de los suburbios de Bombay por miles de personas que buscaban la verdad, el sentido de la vida.
Toda esta sabiduría se habría perdido de no ser por Maurice Frydman que grabó las conversaciones que tuvo Maharaj con cientos de personas. De esta recopilación surge y escribe el libro “Yo soy Eso” que han leído y siguen leyendo millones de personas en el mundo.
Al principio de “Yo soy Eso” podemos leer las sencillas palabras de Nisargadatta que inspiraron a muchas mentes para realizar un cambio fundamental en sus consciencias y al fin y por tanto en la consciencia de toda la humanidad.
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