Cuando vemos las cosas con una claridad total (es decir, cuando las percibimos con la mente despejada) nos damos cuenta de que el «yo» es ilusorio, y eso nos permite desprendernos de él. La mente deja de aferrarse al «yo», por lo que este desaparece de forma natural. Todo surge de lo no-manifestado, y por eso lo no-manifestado sigue siendo el trasfondo de todas las cosas que aparecen en la manifestación, de modo que cuando captamos la verdadera naturaleza de esas cosas comprendemos que no hay nada sustancial en ellas y que, por consiguiente, deben de haber sido ilusorias.
En nuestra vida diaria deberíamos adoptar una actitud de presencia consciente y poner nuestra atención en todo lo que podamos, pero centrándonos en una sola cosa cada vez. Por ejemplo, imagina que estás lavando los platos y que surge alguna otra cosa que requiere tu atención; independientemente de lo que sea, deja a un lado todo lo que estés haciendo y pon toda tu atención en eso; haz que tu atención no contenga nada más que aquello que está presente. Esta es la forma de vivir verdaderamente en el momento (que es donde se encuentra la realidad). Al experimentar esto descubrirás, aunque no sea más que durante unos pocos minutos, que te sientes completamente seguro, y eso es porque eres, porque en ese instante no hay nada separado de ti.
En eso consiste el mindfulness o atención plena, en estar lleno (full en inglés) de ese objeto en ese momento, en no tener la cabeza abarrotada con otras cosas que nos aturdan. Es algo que emana de ti, no de ninguna otra persona. Ahora has encontrado al verdadero maestro, no ahí fuera, en el exterior, sino en tu propio interior.
Cuando vas más allá del miedo y alcanzas un mayor grado de libertad, todo esto comienza a mostrarse por y para sí mismo. Es casi como si algo dentro de ti se estuviera desenredando y te estuviese mostrando quién eres realmente. El único problema es que no puedes adscribirle ninguna identidad.
El Buda habló sobre el aparente no-yo, pero no de esto; habló sobre el yo condicionado, el ego, pero lo que está aquí presente es el conocimiento de que esto es lo que soy. No se trata de una identidad (no es quién soy, sino qué soy; una diferencia ciertamente sutil). Tanto el cuerpo físico como las emociones y los procesos de pensamiento tienen que rendirse ante esto, supeditarse a ello y empezar a cambiar. Sin nada que temer, comenzamos a sentirnos más cómodos, más seguros, como en casa; descubrimos una unidad en nuestro interior: la cabeza y el corazón se unifican, pasan a ser uno y lo mismo, empiezan a fundirse el uno en el otro y allí donde había separación y fragmentación pasa a haber unidad.
El intelecto deja de funcionar como una entidad independiente y pasa a estar condicionado por el sentir. Si nos paramos a examinar nuestros propios procesos mentales o intelectuales podremos comprobar que, por lo general, en mayor o menor medida son muy clínicos y están desprovistos de sentimiento. En este sentido, no son personales sino meros datos fríos y objetivos para ellos mismos.
Sin embargo, cuando se produce una cierta apertura en la zona del corazón, el sentimiento penetra en el pensamiento, por lo que todos aquellos procesos que anteriormente funcionaban de un modo puramente clínico ya no pueden seguir operando de ese modo. Surge una nueva afinidad entre el sentir y los objetos del pensamiento y, por lo tanto, deja de haber separación. Normalmente creemos que todo pensamiento está separado o es independiente del pensador, pero ahora nos damos cuenta de que el propio pensador es uno con el pensamiento, que se vuelve menos abstracto; hay un mayor grado de realización y la comprensión intelectual se vuelve menos necesaria, porque ahora el conocer está basado en la sensación de pertenecer al área del sentimiento (un aspecto o una faceta que siempre está unida a las cosas, mientras que el intelecto siempre está separado).
El intelecto no puede penetrar en el sentir, que es donde se da la unidad, pero el sentir de la unidad sí puede colarse por los intersticios y penetrar en el intelecto, haciendo que este descubra por primera vez lo que es la paz. En todo caso, contribuye a aclarar todo el proceso al eliminar una inmensa cantidad de pensamientos repetitivos y de actividades mentales involuntarias. El sentir nos ayuda a pensar solo cuando es necesario, y, cuando no lo es, lo que quedan son espacios llenos de percepción y experiencia, momentos de verdadera plenitud y satisfacción.
De vez en cuando todos tenemos pensamientos que no deseamos tener, lo que pone de manifiesto que hay una parte de nuestra mente que siempre está desvinculada del pensamiento, que es independiente de este, que, por así decirlo, está por detrás de él y lo observa. A medida que vamos teniendo más claridad interna, comienza a establecerse una distancia cada vez mayor entre nuestros pensamientos y nosotros mismos. Poco a poco va apareciendo un espacio entre los pensamientos (y la meditación puede contribuir a este proceso), hasta que llega un momento en el que el pensamiento deja de ser automático. Entonces experimentamos la quietud, y esta paz interior se extiende a todos aquellos que nos rodean. La gente lo siente cuando está cerca de nosotros, les alcanza, penetra en ellos. Nuestra compañía es mucho más agradable; se sienten atraídos por nosotros, porque ahora estamos serenos, aquietados, nunca estamos enojados, ya no juzgamos.
El pensamiento nunca es la experiencia real; tan solo es una sombra de lo real. Sin embargo, ahora retornamos a las cosas reales, a lo verdadero. ¿Qué es para ti lo real: los pensamientos que tienes sobre algo o lo que ese algo te hace sentir? El sentir es el proceso vivo, mientras que los pensamientos se ocupan de otra clase de cosas.
No podemos considerar las relaciones interpersonales como una mera cuestión de intercambio de información, pues las relaciones se basan en la armonía, en la conexión profunda y el entendimiento mutuo. Esto es algo que podemos sentir de forma natural, sin tener que pensar en ello, con nuestros hijos o nuestra pareja. Al mismo tiempo, no se trata simplemente de un sentimiento emocional, sino que es más bien un sentir expansivo y absorbente que se transforma en lo que sea que estemos experimentando, de modo que deja de haber separación.
Así vivimos en el sentir, y no en el falso mundo de la abstracción en el que el pensamiento nos sumerge. Aprendemos a sentir (tanto a nivel de sensaciones como a nivel de sentimientos) de una manera mucho más profunda, no solo emocionalmente, y descubrimos que existe un aspecto extrasensorial en el propio sentir del que, por lo general, no somos conscientes. Esto significa que somos capaces de captar o absorber mucha más experiencia y que podemos responder de un modo mucho más efectivo, pues ahora hay armonía y una verdadera conexión en nuestras relaciones. El pensamiento siempre crea separación, pero el sentimiento trae consigo la unión; en su sentido más profundo, posee un elemento claramente espiritual, pues es no-manifestado (es decir, tampoco se manifiesta en el plano físico).
Esta plenitud, esta satisfacción, no es algo a lo que tengamos que aspirar o tratar de lograr. No se trata de avanzar hacia un destino concreto, sino de disociarnos de todas las cosas que nos retienen o que detienen nuestro progreso, ya sea que las concibamos como los siete pecados capitales del cristianismo o como los obstáculos de los que habla el budismo. Nos volvemos más claros, permitimos que nuestro verdadero ser resplandezca y brille a través de nosotros, y de este modo la plenitud y el gozo comienzan a emerger por sí mismos de forma natural.
Puede que tengamos la sensación de que nos falta algo, pero lo cierto es que no nos falta nada. Nosotros somos lo que falta, lo que le falta a la totalidad (por así decirlo, es la totalidad la que está incompleta sin nosotros, la que «añora nuestro regreso»).
Ahora podemos ofrecer paz a los demás, el don de la paz.
No nos cerramos a nada ni a nadie.
Dejamos que todo penetre en nosotros.
Absorbemos el mundo pero no lo poseemos; nos volvemos uno con él.
Fuente: Russel Williams. Del libro... Ni yo ni nada distinto de mí (Gaia, 2019
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